miércoles, 12 de septiembre de 2012

¡Machete no, machete no!...... Parte 2 de 2


  ¡Machete no, machete no!...... Parte 2 de 2 

Por: Pale Onofre vargas


Ya comenzaba a clarear y los gritos de los gallos y los guajolotes insistían a levantarnos. Me levanté porque en la noche anterior me habían dicho que tenía que ir a traer hoy, leña seca de encino o palo de madroño, que son las que dan muy recio la lumbre. Medio almorcé me vine para acá. Fidencio todavía dormía junto con mi papá, quien estaba cansado por el barbecho de ayer.

Días antes, Fidencio, me había contado que no creía que estuviera Cristo en la hostia. Que él se comía las hostias a escondidas. El vino, que se toma el padre en la misa sabe bien dulce. Que por eso, hasta se anima él a ser padrecito, de los buenos y no como el que van a colgar.

A completé lo más rápido mi tercio de leña. Salimos corriendo hacia el templo. Encontramos las primeras casas. Todo estaba en silencio. Estando más cerca, se oían muy lejos los ladridos de unos perros y el cacareo de las gallinas que andaban sueltas en el camino. ¿Y la gente?, lo más seguro que estaban en la iglesia. Descolgando a Cristo y colgando al padre.

Llegamos a la casa. Se oían los gritos en el templo. La curiosidad nos jaló. Corrimos como los perros que espantan los topiles cuando también quieren entrar a oír la misa. El templo estaba repleto de gente hasta la entrada, como en un camión viejo de redilas. A duras penas pude meterme y llegué cerca del altar mayor, mero debajo del Cristo. Fidencio, quien sabe por dónde quedó. Era un ruidero en el templo como si estuviese cayendo el aguacero con granizo sobre los techos de lata. Entre rezo y rezo, las mujeres gritaban como si se les hubiera subido todo el enjambre de avispas y hormigas arrieras, debajo de sus enaguas. A penas se entendían entre ellas. Cuchicheaban. Decían que se colgara al cura. Alcancé a oír entre la multitud:
El padre habla con Dios y puede ser que pida un castigo grande para todo el pueblo.

Se trajeron las escaleras. Todos querían subir al mismo tiempo para desamarrar a Cristo.
Días antes, en las misas de los domingos, el cura decía:

- Miren, hijos, cuánto sufrió nuestro señor -- señalando al Cristo colgado-- ya dejen de hacer sus ofrendas en los ríos, en las cuevas y en los montes porque son cosas que ya no valen. El dios verdadero está aquí en el templo- Gritaba fuerte.
Ya estando algunos hombres junto al Cristo colgado, empezaron a desatar los mecates. Todos tenían los ojos pegados en el Cristo. También el cura pelaba los ojos sin moverse, hasta parecía otra estatua más. Sabía que la gente estaba rete enojada, por eso no decía nada. 
 
Con mucho cuidado comenzaron a bajar la imagen. La gente gritaba en su idioma:
- mätsy’ettë mätsy’ettë – (pronunciación aproximada en español; “machete, machete”)
El cura confundido y desconociendo lo que decían, gritó de repente rete-fuerte:
-¡Machete no. Machete no! -- retumbó el eco en el templo que por ser tan fuerte, hasta parecía que los santos danzaban en sus nichos.

Todos quedaron callados. Desconcertados. Dirigían la mirada al cura. Se oían los cuchicheos, las carcajadas burlonas a escondidas. La gente volvía a gritar con más fuerza:
-mätsy’ettë, mätsy´ettë - ¡deténganlo, deténganlo! ¡Con cuidado, no lo vayan a soltar!
El cura pensó que iban a traer los machetes para cortar, quién sabe qué o a quién. 
 
Ahí continuó parado más tieso que antes. Una vez descolgado el Cristo, el capillo, encargado de rezar en el pueblo, balbuceó algunas oraciones en su castellano de nene.
Por fin, el Cristo estaba nuevamente en su nicho. Todos furiosos gritaban que se corriera al cura del pueblo, como se había hecho con el otro, que le arrebató las llaves al mayordomo del templo. Otros más, decían que se encarcelara. El cura quiso hablar. No lo dejaron. Ya nadie entendía ni oía razones. Los hombres se le fueron encima, zarandeándolo del pescuezo. A penas se pudo zafar. Otros estaban haciendo nudos con la reata, para colgar al cura en el mismo tronco de donde bajaron el Cristo. Anochecía. Entre la multitud alguien gritó más por desesperación que por valiente:

-El señor cura debe pedir perdón al pueblo, así como nos hace cuando nos confiesa. Nos ha dicho que Dios perdona a todos. Eso queremos hacer-.
¡La autoridad – agregó a gritos el señor Domingo, quién había sido varias veces secretario--debe mandar un oficio al obispo para que sepa lo que este cura está haciendo con la costumbre del pueblo!
Además- gritaron varias mujeres – este padre debe celebrar una misa para que no se enoje con nosotros el santo Cristo-.

Las mujeres se persignaban. Con las manos juntas rezaban en su idioma. Se golpeaban el pecho, en señal de arrepentimiento y de perdón. 
 
Todo era confusión. Los topiles, se llevaron de a montón a los acólitos y sacristanes a la cárcel, porque según ellos, no avisaron a la autoridad que el cura había colgado el Cristo. A Fidencio también lo metieron al bote. Después me dijo que se pusieron a jugar a las canicas de cemento en la cárcel. Otros, cuando vieron que entraban los topiles al templo se escondieron en los nichos viejos y abandonados, allí se quedaron hasta que se fueron todos, después salieron a tientas, porque la luna saldría casi al amanecer. El cura corrió a su curato. Anochecía. Apenas se veía con la luz de las velas. Algunas personas se iban retirando tenían que ir a sus ranchos. No estaban acostumbrados a venir seguido a la iglesia, sólo habían llegado para conocer al padre colgador de Cristo

Sin que nadie se hubiera dado cuenta, alguien de repente oyó y vio el aleteo de algo hasta arriba del altar mayor. Como que buscaban posarse en el mero nicho del Cristo que acababan de descolgar. Todos miraron hacia arriba. No se distinguía bien con la poca luz titilante de las pequeñas velas. Algunos dijeron que se trataba de murciélagos. Otros, que era una manada de tecolotes. Se hizo un silencio sepulcral. Ya no sabían qué hacer. Todos estaban espantados. Se generalizó el miedo. Tardaron minutos en reaccionar. Al no encontrar ninguna explicación salieron corriendo despavoridos del templo. Otros, armándose de valor trataron de identificar a los animales. Imposible. Las últimas mujeres se persignaban y con gritos salían huyendo. Las velas se consumían, se apagaban. En pocos minutos quedó oscuro y desierto el templo con sus puertas abiertas. El mayordomo, encargado de cuidar y de cerrar el templo, también corrió, se acordó en el camino que el templo estaba abierto, ya no regresó, antes corrió más veloz.

Yo iba con él.

Nadie regresó. El templo durmió abierto con sus santos vigilando.

Al día siguiente, muy tempranito, la genta que vivía en el pueblo no podía creer lo que veían sus ojos, que varias palomas salieran volando del templo. Se miraron entre ellos incrédulos, con unas sonrisas de fingida inocencia, como diciéndose: ¡Que cabeza hueca tenemos y que olvidadizos somos! 
 
No todos sabían que allí dormían las palomas, se acordaron luego, luego, que eran las mismas que el cura trajo cuando llegó al pueblo.
Pasarían muchos años para que llegara la luz eléctrica, la carretera y otras cosas que inquietara también la tranquilidad de la gente
Dicen, que en ese pueblo, hasta hoy, cada nuevo cura que llega, ve y pregunta primero a los habitantes, lo que hay que hacer. Si no.

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