¡Machete no, machete no!...... Parte 2 de 2
Por: Pale Onofre vargas
Ya
comenzaba a clarear y los gritos de los gallos y los guajolotes
insistían a levantarnos. Me levanté porque en la noche anterior me
habían dicho que tenía que ir a traer hoy, leña seca de encino o
palo de madroño, que son las que dan muy recio la lumbre. Medio
almorcé me vine para acá. Fidencio todavía dormía junto con mi
papá, quien estaba cansado por el barbecho de ayer.
Días
antes, Fidencio, me había contado que no creía que estuviera Cristo
en la hostia. Que él se comía las hostias a escondidas. El vino,
que se toma el padre en la misa sabe bien dulce. Que por eso, hasta
se anima él a ser padrecito, de los buenos y no como el que van a
colgar.
A
completé lo más rápido mi tercio de leña. Salimos corriendo hacia
el templo. Encontramos las primeras casas. Todo estaba en silencio.
Estando más cerca, se oían muy lejos los ladridos de unos perros y
el cacareo de las gallinas que andaban sueltas en el camino. ¿Y la
gente?, lo más seguro que estaban en la iglesia. Descolgando a
Cristo y colgando al padre.
Llegamos
a la casa. Se oían los gritos en el templo. La curiosidad nos jaló.
Corrimos como los perros que espantan los topiles cuando también
quieren entrar a oír la misa. El templo estaba repleto de gente
hasta la entrada, como en un camión viejo de redilas. A duras penas
pude meterme y llegué cerca del altar mayor, mero debajo del Cristo.
Fidencio, quien sabe por dónde quedó. Era un ruidero en el templo
como si estuviese cayendo el aguacero con granizo sobre los techos
de lata. Entre rezo y rezo, las mujeres gritaban como si se les
hubiera subido todo el enjambre de avispas y hormigas arrieras,
debajo de sus enaguas. A penas se entendían entre ellas.
Cuchicheaban. Decían que se colgara al cura. Alcancé a oír entre
la multitud:
–El
padre habla con Dios y puede ser que pida un castigo grande para
todo el pueblo.
Se
trajeron las escaleras. Todos querían subir al mismo tiempo para
desamarrar a Cristo.
Días
antes, en las misas de los domingos, el cura decía:
-
Miren, hijos, cuánto sufrió nuestro señor -- señalando al Cristo
colgado-- ya dejen de hacer sus ofrendas en los ríos, en las cuevas
y en los montes porque son cosas que ya no valen. El dios verdadero
está aquí en el templo- Gritaba fuerte.
Ya
estando algunos hombres junto al Cristo colgado, empezaron a desatar
los mecates. Todos tenían los ojos pegados en el Cristo. También
el cura pelaba los ojos sin moverse, hasta parecía otra estatua más.
Sabía que la gente estaba rete enojada, por eso no decía nada.
Con
mucho cuidado comenzaron a bajar la imagen. La gente gritaba en su
idioma:
-
mätsy’ettë mätsy’ettë – (pronunciación aproximada en
español; “machete, machete”)
El
cura confundido y desconociendo lo que decían, gritó de repente
rete-fuerte:
-¡Machete
no. Machete no! -- retumbó el eco en el templo que por ser tan
fuerte, hasta parecía que los santos danzaban en sus nichos.
Todos
quedaron callados. Desconcertados. Dirigían la mirada al cura. Se
oían los cuchicheos, las carcajadas burlonas a escondidas. La gente
volvía a gritar con más fuerza:
-mätsy’ettë,
mätsy´ettë - ¡deténganlo, deténganlo! ¡Con cuidado, no lo
vayan a soltar!
El
cura pensó que iban a traer los machetes para cortar, quién sabe
qué o a quién.
Ahí
continuó parado más tieso que antes. Una vez descolgado el Cristo,
el capillo, encargado de rezar en el pueblo, balbuceó algunas
oraciones en su castellano de nene.
Por
fin, el Cristo estaba nuevamente en su nicho. Todos furiosos
gritaban que se corriera al cura del pueblo, como se había hecho con
el otro, que le arrebató las llaves al mayordomo del templo. Otros
más, decían que se encarcelara. El cura quiso hablar. No lo
dejaron. Ya nadie entendía ni oía razones. Los hombres se le
fueron encima, zarandeándolo del pescuezo. A penas se pudo zafar.
Otros estaban haciendo nudos con la reata, para colgar al cura en
el mismo tronco de donde bajaron el Cristo. Anochecía. Entre la
multitud alguien gritó más por desesperación que por valiente:
-El
señor cura debe pedir perdón al pueblo, así como nos hace cuando
nos confiesa. Nos ha dicho que Dios perdona a todos. Eso queremos
hacer-.
¡La
autoridad – agregó a gritos el señor Domingo, quién había sido
varias veces secretario--debe mandar un oficio al obispo para que
sepa lo que este cura está haciendo con la costumbre del pueblo!
Además-
gritaron varias mujeres – este padre debe celebrar una misa para
que no se enoje con nosotros el santo Cristo-.
Las
mujeres se persignaban. Con las manos juntas rezaban en su idioma.
Se golpeaban el pecho, en señal de arrepentimiento y de perdón.
Todo
era confusión. Los topiles, se llevaron de a montón a los acólitos
y sacristanes a la cárcel, porque según ellos, no avisaron a la
autoridad que el cura había colgado el Cristo. A Fidencio también
lo metieron al bote. Después me dijo que se pusieron a jugar a las
canicas de cemento en la cárcel. Otros, cuando vieron que entraban
los topiles al templo se escondieron en los nichos viejos y
abandonados, allí se quedaron hasta que se fueron todos, después
salieron a tientas, porque la luna saldría casi al amanecer. El
cura corrió a su curato. Anochecía. Apenas se veía con la luz de
las velas. Algunas personas se iban retirando tenían que ir a sus
ranchos. No estaban acostumbrados a venir seguido a la
iglesia, sólo habían llegado para conocer al padre colgador de
Cristo
Sin
que nadie se hubiera dado cuenta, alguien de repente oyó y vio el
aleteo de algo hasta arriba del altar mayor. Como que buscaban
posarse en el mero nicho del Cristo que acababan de descolgar. Todos
miraron hacia arriba. No se distinguía bien con la poca luz
titilante de las pequeñas velas. Algunos dijeron que se trataba de
murciélagos. Otros, que era una manada de tecolotes. Se hizo un
silencio sepulcral. Ya no sabían qué hacer. Todos estaban
espantados. Se generalizó el miedo. Tardaron minutos en reaccionar.
Al no encontrar ninguna explicación salieron corriendo despavoridos
del templo. Otros, armándose de valor trataron de identificar a los
animales. Imposible. Las últimas mujeres se persignaban y con
gritos salían huyendo. Las velas se consumían, se apagaban. En
pocos minutos quedó oscuro y desierto el templo con sus puertas
abiertas. El mayordomo, encargado de cuidar y de cerrar el templo,
también corrió, se acordó en el camino que el templo estaba
abierto, ya no regresó, antes corrió más veloz.
Yo
iba con él.
Nadie
regresó. El templo durmió abierto con sus santos vigilando.
Al
día siguiente, muy tempranito, la genta que vivía en el pueblo no
podía creer lo que veían sus ojos, que varias palomas salieran
volando del templo. Se miraron entre ellos incrédulos, con unas
sonrisas de fingida inocencia, como diciéndose: ¡Que cabeza hueca
tenemos y que olvidadizos somos!
No
todos sabían que allí dormían las palomas, se acordaron luego,
luego, que eran las mismas que el cura trajo cuando llegó al
pueblo.
Pasarían
muchos años para que llegara la luz eléctrica, la carretera y
otras cosas que inquietara también la tranquilidad de la gente
Dicen,
que en ese pueblo, hasta hoy, cada nuevo cura que llega, ve y
pregunta primero a los habitantes, lo que hay que hacer. Si no.